Publicado en 30 Enero 2011

María Ventocilla Cámara fue, junto con su hermana Carmen, una de las últimas grandes vecinas que tuvo mi calle, un pequeño pasaje ubicado en el centro de Lima, en los extremos del casco antiguo de la ciudad. Y no era una gran vecina solo por ser una de las mas antiguas, sino por su extraordinario don de gente. Maruja –como le decíamos todos- no se casó ni tuvo hijos y tal vez no los tuvo porque probablemente pensó que sería egoísta dedicarle su vida solo a unos pocos cuando podía ofrecerla a enseñar e instruir a muchísimos más en su profesión.

Yo la conozco desde siempre. Tenaz educadora, doctora en educación, Maestra Cum-Laude, con Palmas Magisteriales y grandes reconocimientos en su fructífera vida académica, tanto ella como su hermana Carmen, con quien vivió toda su vida y que falleció en el año 2010, y a quien siempre recuerdo con el mismo cariño y admiración. Ambas vivían en una de  las casas más bonita de mi cuadra, la casa verde con jardín en la entrada, y un frondoso árbol de buganvilla que lanzaba flores moradas hacia la calle, brindando frescura y sombra a quien pasara por allí.  Era una casa con  ese aire Victoriano de las casas de antaño, de una Lima señorial que alguna vez fue y que definitivamente no volverá a ser. Fue justamente en aquella casa donde decidieron abrir hace muchos años un colegio inicial llamado Santa Anita, por el cual pasaron la mayoría de chicos de mi barrio en algún momento, incluidos mis hermanos y yo. Aún recuerdo con cariño el uniforme de cuadritos verdes y blancos, a las hermanas Ventocilla recibiéndonos en la puerta y saludando a cada uno por su nombre, y cuando entraba al salón a saludar nos hacía cantar “Jesusito de mi vida, eres niño como yo...”

En el barrio muchos les decían “madrinas” a las hermanas Ventocilla, y no necesariamente porque lo fueran, sino como una forma de cariño y respeto. Eran además fervientes devotas de su fe e infaltables asistentes al rezo del rosario y la misa matinal en la Iglesia de La Recoleta. Miembros fundadores de la Asociación de Los Sagrados Corazones, eran una autoridad en materia de fe, tanto así que hasta los sacerdotes acudían a ellas en algún momento para despejar alguna duda. Lo mas honesto de ellas es que no solamente practicaban su fe en la teoría, sino también en la práctica, apoyando no sólo espiritualmente sino muchas veces hasta económicamente a personas con alguna necesidad, a las cuales les advertían con un celo e indicación estricta que no comentaran ello a nadie, aunque muchas veces no pudieron evitar que suceda, pues la caridad y el amor desinteresado son virtudes que no pasan desapercibidas.

Los años, tristemente, pasan inexorablemente. Las hermanas Ventocilla veían como pasaban los años e iban envejeciendo, y también veían como cambiaba el entorno en el que vivieron por tanto tiempo: los vecinos, las costumbres, la educación que alguna vez impartieron. Fueron testigos de la transformación de una Lima que habían conocido tan linda y sosegada y que ahora se había vuelto tan gris, tan desordenada, tan extraña. Pero aún así, ellas estaban orgullosas de todo cuanto podían y aún en los momentos difíciles nunca perdieron el entusiasmo por la vida.

Las hermanas Ventocilla fueron inseparables todos los años que Dios les regaló juntas hasta que su querido Jesús mando llamar por su hermana Carmen en el año 2010. Maruja se encontró de pronto sola, con noventa años encima y una casa donde antes se respiraba de a dos y ahora solo era un lugar lleno de recuerdos. Un año después de la partida de Carmencita decidió que era tiempo de cambiar, de replegarse y descansar en paz y tranquilidad hasta que Dios la llame, y decidió vender aquella casa grande e irse a pasar sus últimos años de vida a una casa de reposo. No fue una decisión fácil pero sabía que era lo mejor. Cuando hizo pública su decisión todos en el barrio nos sentimos profundamente apenados, pues su presencia era parte de la identidad del pasaje, y no podíamos creer que dejaríamos de ver su andar pausado, de oír su voz cálida y  de conmovernos con su mirada sincera, llena de ese amor que sólo pueden irradiar aquellos que se sienten en paz consigo mismos.

A modo de despedida, le organizaron una misa de despedida. Aquel día la iglesia estuvo llena, con mucha gente que la estimaba y quería y que estaban ahí para presentarle sus respetos. Al final de una sentida ceremonia, la señorita Maruja pidió el micrófono para dar unas palabras. Agradeció a Dios por su vida, por las personas que había conocido en el camino y por las cuales se sentía tan querida. Luego citó al gran Miguel Ángel, quien decía que a veces las cosas más bellas no son las más complejas, sino las más sencillas. Con ello explicaba lo orgullosa y feliz que estaba del lugar donde vivió, recordando que esta es la ciudad de los reyes, cuna de grandes santos,  que en toda ella refulge y se respira fe si sabemos dónde mirar, y que es esa fe la que no debemos perder nunca, no solo en el plano religioso y espiritual, sino también la fe en uno mismo.

Al finalizar su discurso, el viejo templo de La Recoleta estalló en un gran y sonoro aplauso, mientras ella enjugaba algunas lágrimas, emocionada por el marco de gente que se había congregado para su despedida, en aquella iglesia que la vio llegar tantas veces durante tantos años y que ahora la despedía con un sentido hasta luego, un "hasta luego" de corazón que sólo se sabe dar a las personas que son realmente extraordinarias, como lo fue ella.

Yo solo sé que la voy a echar de menos Srta. Ventocilla. Vaya usted con Dios y que la acompañe siempre, porque se lo merece, pues hace falta más personas como usted en este mundo para  que éste sea un mejor lugar para vivir.

Hasta siempre, Srta. Maruja.

 

Epílogo:

En el mes de marzo del año 2017, María Ventocilla Cámara, la Srta. Maruja como la conocíamos todos, partió de este plano terrenal, al encuentro de su hermana. Murió en paz, y en el amor de su familia, colegas, alumnos y amistades que la recordaremos siempre. 

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Escrito por Rodolfo M Rodriguez

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Publicado en 29 Diciembre 2009

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Se llamaba Natalia, y nunca le pregunté su apellido. No fue necesario, supongo. Ella era una viejecilla que ocupaba uno de los cuartos del viejo hospicio Manrique en el centro de Lima, a finales del siglo pasado. Era una morena de cuerpo envejecido, pero de una mirada vivaracha y feliz. Sé que tenía hijos y familia, pero casi nunca hablaba de ellos pues le generaba una gran pena no verlos, ya que nadie la visitaba.

 

La conocí cuando era un niño y ayudaba como monaguillo en la Iglesia de la Recoleta, que quedaba frente al hospicio donde ella vivía. La veía a diario en misa de noche y siempre conversábamos después de misa, por lo que desarrollamos una amistad muy bonita.  


Natalia tenía un cariño muy especial por el mes de diciembre. Un día me comentó que armaba un nacimiento muy bonito todos los años y que le gustaría que la visite para que lo conozca. Obviamente acepté, encantado de hacerla feliz.

 

Cuando llegó diciembre, fui a visitarla. Me fue a recibir con el rostro iluminado, emocionada. Y mientras me presentaba con las demás señoras del hospicio me llevaba del brazo a su cuartito. Yo esperaba encontrar el típico nacimiento tradicional al que obviamente ensalzaría en elogios, pero lo que vi me conmovió pues era un primoroso espectáculo del nacimiento de Cristo. Su pequeña habitación estaba tomada por grandes figuras de José y María sosteniendo a un hermoso niño Jesús; robustos y numerosos animales circundaban el misterio acompañado de pastores, campesinos y nativos. Completaban la escena llamas y pumas en piedra de Huamanga y pequeños retablos ayacuchanos de niños cantando en balcones. Para cerrar, una serie de plantas que había arrastrado del patio hacia su cuarto y un ángel primorosamente vestido coronaban la escena. Yo quedé, ciertamente, abrumado y maravillado con el precioso nacimiento que tenía ante mis ojos. En ese momento pensé que, si Dios volviera a nacer en la tierra, definitivamente nacería feliz en ese pequeño cuarto del hospicio Manrique en el centro de Lima.

 

Natalia me enseñaba cada escultura y describía con absoluto rigor y lucidez quién le había regalado cada imagen y adorno y desde cuando los conservaba, y se oía en su voz cómo esas figuras, ciertamente, eran tan importantes para ella y cómo se habían vuelto parte de su razón de vivir. “Es un trajín hijito: empiezo a armar en octubre y a veces me agarra semana santa sin guardarlo”. Yo la miré con una sonrisa cómplice y le dije: “Natalia, es tan bonito todo esto, que te aseguro que a Jesús no le importa si lo dejas aquí todo el año”. Ella asentía con la cabeza en señal de aceptación, y con una sonrisa emocionada me hizo una pequeña confesión: todos los años quería que, en la misa de nochebuena, la escogieran para llevar al niño Jesús al pesebre de la Iglesia.


Cada año en mi Parroquia armaban un nacimiento dentro del Templo. Era una tradición que al final de la misa de nochebuena y con la Iglesia repleta de gente, alguien importante de la comunidad llevara la imagen del niño Jesús desde el Altar hasta el pesebre instalado en la Iglesia. Cada año lo llevaba la encargada de catequesis, la pareja guía, algún encargado de grupo parroquial, etc. Natalia no tenía opción y cada año miraba con su rostro enamorado la efigie del niño Jesús pasar por su lado, llevada por otros hacia el misterio y sólo atinaba a aplaudir al final de la ceremonia mientras perseguía al sacerdote para que le bendijera por enésima vez su propio niño Jesús.

 

Ese diciembre algo pasó. No pregunten cómo sucedió porque la Navidad es, por decir algo, mágica. Días antes de nochebuena, y con la sorpresa de algunos, el párroco de la Iglesia invitó a Natalia a llevar al pesebre al niño Jesús en la misa de Navidad. Natalia, asombrada, aceptó encantada, feliz hasta mas no poder, llenando de besos al párroco por ese detalle.


Yo estuve en esa misa, y fue una de las más emotivas que viví en mucho tiempo. Natalia se consiguió prestado un lindo vestido, parecía un ángel. Al final de la ceremonia la llamaron al altar y ella se acercó radiante, cogió al niño de los brazos del sacerdote, llenó de besos la imagen, y empezó a andar, llorando de emoción entre los aplausos de una Iglesia abarrotada. Caminó hasta el medio del templo donde se encontraba el pesebre, dejó al niño y se arrodilló, emocionada. Luego me contaría de la inmensa alegría que sintió en ese momento y del cariño de la gente cuando la felicitaron, “Sé que tuviste algo que ver, y créeme que no he sido más feliz que ese día, gracias por hacer feliz a esta viejita, hijito” . Yo no pude sino solo, sonreír y darle un beso.

 

Esa fue, sin saberlo, la última Navidad de mi querida viejita Natalia, pues falleció meses después, antes que pudiera volver a armar nuevamente su hermoso nacimiento. Y aunque han pasado varios años, aún recuerdo en cada misa de nochebuena a Natalia. Ella creía que la Navidad era una fecha para ser mejores, o al menos para tratar de serlo. Cada Navidad, ella se ilusionaba como aquella niña que alguna vez fue y que lo seguía siendo cada año cuando sacaba, entre bolsas y periódicos arrugados, esas figuras que le anunciaban que ya venía el cumpleaños de su niño Jesús; que le hacían recordar que todo podía fallar, pero que su niño siempre nacería el 25 de diciembre en su pequeña habitación del hospicio Manrique donde seguramente podía faltar todo, menos el amor.

 

No paso una navidad sin recordar el pesebre de Natalia, y el amor que entregó en vida es el mismo que deseo para todos en estas fechas.


Descansa en paz, viejita linda, y Feliz Navidad.

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Escrito por Rodolfo M Rodriguez

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Publicado en 6 Julio 2009

Hace unos años, un grupo de amigos convinieron en ir a Cieneguilla en bicicleta, por la ruta que pasa a través de los cerros de Manchay; era una ruta temeraria y peligrosa, pero emocionaba hacerla y no era la primera vez que la hacían. 

 

Era domingo. Salieron con la neblina de la madrugada desde la casa de Francisco; dos horas después, estaban por empezar a trepar los cerros. El aire frío de esa mañana de agosto congelaba sus mejillas y entumecían sus manos aferradas al timón de sus bicicletas. Luego de un buen rato subiendo y bajando entre los cerros, uno de ellos paró de golpe la caravana. La densa neblina de pronto se disipó y pudo ver que un cerrillo habia sido cortado de tajo por la pista que estaban construyendo. Sorprendido y preocupado, hizo señales para que el resto del grupo se detenga. Luis, Francisco y Jair se percataron de las señas y pararon bruscamente. Oscar, como siempre ensimismado en sus audífonos a todo volumen y distraído por ese afán temerario de sus dieciocho años, no los vió. Pasó por su lado velozmente sin percatarse de sus señales ni del peligro que estaba frente a él. Cayó, casi volando, por el acantilado que aquel tajo había formado, quedando inconciente y malherido.

 

Aquel grupo de amigos estaba desesperado y entraron en pánico, sin saber que hacer.  Cuando pudieron encontrar ayuda lo rescataron y fue llevado al hospital, con múltiples fracturas y un traumatismo que lo dejó inconciente. Estuvo en coma una semana. Cuando al fin abrió los ojos y todos respiraban aliviados, lo que venía sería mucho peor.

 

Oscar despertó del coma, pero angustiado y nervioso no reconocía nada a su alrededor sin hablar y con cara de espanto. Cuando los médicos lo vieron, llegaron a la conclusión que, producto del grave traumatismo que había sufrido, tenía un cuadro de amnesia parcial determinada. A diferencia de la común, su cerebro reseteó sus últimos catorce años, dejándolo en una edad mental de casi cuatro. Los médicos no eran alentadores: tal vez no volvería a recordar nada. ¿El tratamiento? empezar de nuevo, de cero: a leer, escribir, comer, estudiar. Los médicos recomendaron también que familiares y amigos, de ahora y de antes, lo visitaran. Su enamorada de entonces, tal vez asustada o resignada,  no soportó mucho tiempo verlo así y se alejó. Sus amigos con los que ocurrió el accidente iban seguido a verlo, e intentaban que los reconozca, pero era como jugar con un niño. A pesar que no perdían la fe, pasaron más de dos años, y  el tiempo y la esperanza de  que algo extraordinario sucediera era una posibilidad cada vez más remota.

 

Oscar tardó algo de tiempo en volver a hablar y escribir, y de manera muy limitada. Ya saludaba a sus amigos, y sabía quién era quien (bueno, para él eran sus “nuevos” amigos), aunque no pocas veces tuvieran que presentarse nuevamente. Su mamá comentaba que le enseñaba fotos de los años perdidos en su mente y que ha veces le parecía que estaba por reconocer algo, pero, cual motor ahogado de un carro descompuesto, cuando parecía que iba a arrancar, se apagaba.

 

Los médicos habían recomendado que trataran de que Oscar inetractuara con la mayor cantidad de familiares, amigos y conocidos que de alguna manera pudieran hacerle recordar algo de lo que había borrado. Todos pasaron por su habitación de Magdalena, incluso hasta viejos rivales (le llevaron hasta al pata que le pegaba en su colegio). Pero, aunque muchas personas pasaron ante sus ojos, nada cambió en su mirada nublada y extranjera a lo que pasaba a su alrededor. Nada parecía poder traerlo de vuelta. Nada, hasta ese momento.

  

Pasó que un día, mientras los amigos miraban un viejo álbum de fotos, se percataron de algo… bueno, de alguien. Ese alguien era Lorena.

  

Lorena había estudiado con Oscar desde la escuela primaria. En la secundaria, si bien ambos fueron cambiados de colegio, se siguieron viendo por la cercanía de sus casas, en la misma calle. A mediados de la secundaria Oscar le propuso a Lorena ser enamorados, cosa que ella aceptó encantada. Vivieron dos años de una maravillosa y linda relación, hasta que ella tuvo que terminar la relación porque se fue a vivir a Miami con su familia. Él había contado esta historia a su grupo de amigos pero su relato se había perdido en la memoria de quienes lo habían escuchado, por lo que sus amigos no podían creer que se habían olvidado de ella en todo este tiempo.  

 

Decididos a todo por encontrar a Lorena, interrogaron a los vecinos de su cuadra. Nadie sabía su dirección en Miami. Nadie sabía su correo, no existían las páginas sociales y el teléfono móvil no era precisamente popular entre jóvenes. Cuando por fin consiguieron su teléfono –gracias a una antigua amiga de muñecas de ella- otra sorpresa les esperaba: ya no estaba en Miami… había regresado a Lima hacía un mes, ya que no le fue bien por allá. Ya estando ella en Lima no fue difícil encontrarla. Luego de ubicarla y explicarle el motivo por el cual la buscaban, Lorena muy conmocionada por lo que escuchó no dudó en ir a casa de Oscar para verlo.

 

Jair y su amigo llamaron a casa de Oscar y le contaron a su mamá que estaban llegando con Lorena. Claro que la señora no recordaba quien era Lorena y se enteró en ese momento que ella había sido enamorada de Oscar. Le pidieron que lo vistiera y le dijera que irían con una amiga, pero que no le dijera el nombre. Cuando llegaron, Francisco y su mamá estaban con él.

 

Oscar -le dijo Jair- hay una amiga que quiere saludarte,

“Ya” dijo el sonriéndo.

Al entrar la muchacha a la habitación, Oscar volteó a verla. Allí estaba ella, parada en la entrada de su habitación, algo nerviosa y conmovida por lo que veía.

¡Hola Oscar! ¿Te acuerdas de mí?  Dijo ella, mientras se acercaba y lo abrazaba, dándole un tierno beso en su mejilla. "yo me llamo….

“Hola, Lorena” dijo Oscar.

Cuando escucharon eso, Jair y Francisco voltearon algo mortificados hacia la mamá de Oscar:

¡Señora!, -le dijo Jair- ¿no le dije que no le avise ni le sople el nombre??

Su mamá, aterrada, no atinaba a contestar

"Yo… yo no le dije nada- balbuceó mientras miraba impactada a su hijo.

 

Volteamos entonces todos sorprendidos hacia Oscar

"Oscar, ¿sabes quienes somos?" Oscar nos reconoció perfectamente, se sorprendía de que estuviéramos todos en su cuarto –incluyendo Lorena- hasta que reparó que su habitación era muy distinta a la que el recordaba.

 

El médico no tardo en llegar y confirmar lo que presumíamos. Oscar había recuperado de golpe, y solo al ver a Lorena, los catorce años de recuerdos que le había quitado el destino esa mañana de agosto de hacía dos años. No podíamos creerlo. Luego del golpe de la noticia y de ponerse al tanto de lo que había pasado, Oscar entró en una profunda depresión al estar conciente que había perdido esos dos años de su vida que curiosamente ya no recordaba, y se sumió en una gran tristeza. Luego del shock inicial y la alegría infinita, Oscar necesitaba tiempo y terapia para asimilar lo que había pasado. Su médico le pidió a Lorena que lo siga visitando, pero ella se mostraba escéptica, entre muchas razones porque no creía que hubiera tenido que ver en su milagrosa recuperación y porque le dio miedo lo que había pasado, porque tenía una pareja que tal vez no entendería lo que le pedían, y porque no quería hacerse responsable y comprometerse en un tema que, según ella, no le correspondía.  

 

Le rogaron que hiciera un esfuerzo siquiera por un par de meses. Luego de mucha insistencia ella aceptó. Empezó a ir dos veces por semana a visitar a Oscar, y pasaron largas tardes recordando cosas y sanando no solo su mente, sino también su corazón.

  

Epílogo:

 

He contado esta historia a muchas personas, y puedo dar fe de ella.

Oscar retomó poco a poco su vida. Superó su depresión y volvió a la Universidad y a sus actividades, y terminó su carrera de Administrador. Lorena por su parte, no volvíó a Miami e ingresó a la universidad y con el tiempo se graduó de veterinaria.

 

Dos años después de que Oscar recuperara su memoria, y en una preciosa mañana de un quince de octubre, familiares, amigos, y obviamente Francisco, Jair, Luis... y yo, fuimos testigos del matrimonio de Oscar y Lorena en la Iglesia Virgen del Pilar.  Dos personas que no pensaron reencontrarse y que se hallaban distraídos cada uno en su mundo, fueron unidos por el mismo destino que los había separado antes y que el mismo destino, en el momento mas difícil y menos esperado, los hizo coincidir, casi a ciegas, palpando con sus manos, un solo corazón.

Luego de la ceremonia, antes del brindis Oscar pidió la palabra y mirando a Lorena le dijo:

 

“Lorena, tu eres la principal razón por la que estoy aquí, pues en la oscuridad de mi noche, lograste encender una luz,  y sin que lo notaras cogiste mi mano, me guiaste entre la niebla, y me trajiste de vuelta; y con eso me regresaste a mí mismo, a mi propia vida, que curiosamente descubrí que no estaba completa si tu no estabas en ella. Y al volver yo, sin darte cuenta, tu también volvíste, y me entregaste aquel pedazo de mi corazón que siempre había sido tuyo. Ahora eres mi esposa, y no dudes que podría volver a sumirme en la miseria de no saber quien soy, si supiera que esa oscuridad me llevará de nuevo a ti"

     

Oscar y Lorena viven actualmente en Argentina, y les va muy bien. Oscar nunca más tuvo problemas con su memoria, y aunque el impacto de lo que vivió lo acompañará siempre, vive agradecido por la segunda oportunidad que la vida le regaló con su amada esposa y sus dos preciosos hijos.

 

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Escrito por Rodolfo M Rodriguez

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Publicado en 26 Junio 2009

img008.jpgUn mediodía soleado de diciembre de 2007, mi padre dejó la humildad de este mundo para partir hacia donde solo pueden llevarlo las alas de los ángeles. A pesar del tiempo transcurrido y de la resignación ahogada en recuerdos que todos en casa vivimos hasta hoy, aún no me acostumbro a llegar por las noches después de trabajar y, antes de prender la luz de mi habitación, no ver el reflejo de la luz de su cuarto, casi siempre prendida como faro de referencia para mi que a veces llegaba a oscuras y de puntillas para que mamá no note la hora avanzada de algunas noches alegres o perciba la mirada nublada de alguna parranda nocturna que mi papá siempre me detectaba aunque yo creyera que no.

No voy a hacer una alegoría o semblanza sobre mi viejo, porque algunos pensarían que exagero y otros pensarán que me faltó escribir más. Sólo puedo decir que se le extraña, sobre todo los últimos meses a su lado en los que, a pesar de estar enfermo, nos dio la oportunidad de pasar con él más tiempo, de esforzarnos en cuidarlo, de limar aquellas pequeñas asperezas que nuestra diferencia generacional pudiera haber creado. Pero sobre todo, nos regaló  la alegría de robarle una sonrisa y de que nos la robara a nosotros, de contarle nuestras cosas, de apreciar y atesorar cada beso que nos daba, cada apretada de mano, cada abrazo, cada gesto… nos permitió llenarlo de muchos “te quiero papa” en cada espacio de ese tiempo.

Un par de días antes que papa dejara este mundo pude estar con él en el área de emergencias del hospital. Terco como era, quería que hable con el doctor y lo saque de allí, aburrido de los cinco días que llevaba grave. Me costó convencerlo de que lo mejor era quedarse porque seguía delicado. Me despedí con un beso en su frente y el tomó muy fuerte mi mano. Ahora pienso que en realidad él se estaba despidiendo cuando respondió a mi “te quiero mucho viejo” con un apagado pero contundente “yo también te quiero”…. En el funeral, pensé que esa había sido la última vez que escucharía esas palabras, pero no fue así.

La madrugada de mi cumpleaños, tres meses después que falleciera, soñé con mi papá. Estaba en su silla de ruedas, pero completamente lúcido y sano; y con esa sonrisa eterna que iluminaba su rostro me saludó por mi cumpleaños, recordándome que me quería y que no olvide que él había sido el primero en saludarme un año antes (y en efecto había sido así), y pidiéndome que no me preocupara porque él estaba bien. Desperté, obviamente conmovido, pero con una gran paz que me invadió y me hizo sentir que, en realidad, fuera mi inconsciente o fuera una señal, mi papá se había encargado de ser él, quien me diera la última visita.

 

PD: Hace muchos años, una gitana atajó a mi papá en la calle,  y por unos billetes le miró la mano y le dijo que viviría hasta los noventa años. Lo que no le dijo fue que su cálculo tendría un margen de error de trece años.

 

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Escrito por Rodolfo Morgenstern

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Publicado en 25 Junio 2009

“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos

para encontrarnos" 

-Julio Cortázar

 

I

Los ojos infinitos

 

Es un viernes de mayo de finales de los ochenta, y en un colegio público de la ciudad capital está por iniciar la ceremonia de conmemoración por el día de la madre. Aunque muy probablemente ninguno de quienes participaron en dicha ceremonia recuerden ese día específicamente, Arturo lo recuerda como si hubiera sido ayer.

Tiene nueve años, está en cuarto grado de primaria y ese año acaba de cambiarse de turno, por lo cual no conoce aún muy bien a sus compañeros de aula. Esa mañana estaba en formación junto a su salón y toda la sección primaria esperando el inicio de la ceremonia, al igual que muchas mamás que siguen llegando y se van ubicando en los lugares designados para ellas, esperando apreciar los diversos actos que se llevarán a cabo y en los cuales seguramente sus hijos participarán. No es el caso de Arturo, quien solo será un espectador más desde su posición al final de la fila de formación de su salón, lugar que le corresponde a los niños altos como él.

El evento inicia a las diez de la mañana con una serie de discursos, poemas, canciones y bailes presentados por cada aula, alternados con exposiciones de algunos docentes. Siendo niños de primaria, no pasa mucho tiempo para que el cansancio, el hambre y la ansiedad empiecen a causar estragos entre los alumnos incluido Arturo, que siente no poder aguantar una actuación más a pesar que aún falta algún trecho para finalizar la ceremonia. Es en ese trance cuando de pronto el maestro de ceremonia anuncia como siguiente acto una presentación de marinera norteña a cargo del cuarto grado sección “b”, que corresponde al salón de Arturo. Asaltado por la curiosidad, trata de mirar entre el enjambre de cabezas delante suyo quienes conforman la pareja de baile que va a representar a su salón. En realidad, podrían ser cualquiera y él no los conocería, pues es nuevo en su aula y tiene poco menos de dos meses de haber iniciado clases, pero ello no impide que quiera saber quiénes son esos niños que van a salir a bailar. Es entonces que aparece una pareja en el escenario, y su vida da un vuelco inesperado. 

La pareja estaba conformada por un niño y una niña. Cuando Arturo vio a la niña, se enamoró casi inmediatamente de ella. Era una niña preciosa, con una mirada profunda e intimidante; tenía una contextura delgada y salió a bailar con un hermoso vestido compuesto por un faldón de vuelo ajustado a su cintura. Sostenía el borde de su faldón con una mano para bailar mientras con la otra abanicaba un pañuelo que hacía bailar con un movimiento coreográfico de su mano.  Tenía un hermoso maquillaje y nunca dejó de sonreír durante todo el baile, mientras Arturo solo podía atinar a mirarla, impresionado por esa niña que en un momento había detenido su pequeño mundo de nueve años mientras ella bailaba. En su afán de verla más de cerca, no dudó en escabullirse hasta llegar al primer lugar de la fila, arrodillándose para aparentar ser más pequeño y disimular que estaba fuera de formación. Se quedó así, arrodillado hasta que el baile terminó y la pareja se despidió del escenario.

Luego de ese día, Arturo no dejaba de mirarla desde su pupitre en el salón. Quería conocerla y que ella supiera que él existe, aunque no sabía muy bien cómo lograr eso pues era muy tímido en ese entonces. Sólo sabía que se llamaba Vanessa, y aunque tuvo la oportunidad de hablarle en algunos recreos, un miedo feroz lo invadía de pronto y se replegaba, desmoralizada, a su pupitre, cómodo en la seguridad de su anonimato. Trató de buscar un momento ideal, pero éste no llegaba, hasta que el destino decidió que el momento ideal le cayera de golpe.

Ocurrió a mediados de junio, cuando Arturo observó una mañana que Vanessa entregaba unos sobres coloridos a sus amigas: Vanessa iba a cumplir años a fines de junio y sus papás decidieron celebrárselo, por lo cual le estaban organizando una fiesta y esos sobres eran invitaciones. Arturo mira desde su asiento la escena con la resignación de quien sabe que es improbable que alguna de esas invitaciones tenga su nombre. Sin embargo, en el primer recreo siente que alguien lo mira desde el otro lado del salón, y levanta la mirada con curiosidad. Es Vanessa, quien lo observa desde su asiento y cuando cruzan miradas le hace una seña para que se acerque, mientras sostiene una invitación en su mano. Arturo duda un momento, voltea para ver si no está mirando a alguien detrás de él y no equivocarse, pero finalmente se convence que es él a quien Vanessa llama y se levanta de su asiento, cruza el aula hasta ella y finalmente, tienen una conversación.

"¡Hola!” -le dice Vanessa- “va a ser mi cumpleaños, ¿quieres que te invite? si le das esta invitación al chico de allá -señalando a un niño del salón- te doy una para que también vayas. ¿Qué dices?".

Aunque podemos estar de acuerdo que no fue la forma más ortodoxa de invitarlo, acepta la propuesta. Entrega la invitación con premura y esa tarde Arturo regresa a casa con una invitación al cumpleaños de la niña de la marinera con su nombre escrito a mano por ella en su bolsillo. Se promete a si mismo que en esa fiesta tratará de ser el alma de aquella reunión, con la esperanza de despertar algún tipo de interés en la niña de los ojos infinitos. Llegado el día, Arturo se esmeró con todas las herramientas de las que disponía en ese entonces: bailó todas las canciones que pudo bailar, participó en todos los juegos que pudo participar y regresó a casa con la satisfacción de haberlo dado todo para llamar la atención de Vanessa. Sin embargo, el plan no salió como él esperaba y la vida volvió a su rutina habitual: casi no se hablaban, él la seguía mirando de reojo mientras ella no mostraba el menor interés por ser su amiga, y así llegó diciembre y acabó el cuarto grado. Luego de las vacaciones Arturo volvió al colegio para hacer el quinto grado, pero Vanessa no regresó: sus papás decidieron cambiarla de colegio y la enviaron a uno particular. Con su partida, Arturo tuvo que resignar sus sentimientos y debido a la bendecida rapidez e inocencia que te proveen los diez años de edad, continuó con su vida.

II

Andábamos sin buscarnos

 

Cuando Arturo pasa a quinto grado de primaria su hermano Antonio -menor que él por cuatro años- ingresa al mismo colegio al primer grado, por lo cual ambos iban y se regresaban juntos a casa, ubicada a tres cuadras del colegio.

Ocurrió que a mitad de año Antonio cayó enfermó y tuvo que ausentarse del colegio por un período prolongado de tiempo, lo que estaba ocasionando que se atrasara en las lecciones y tareas. Es entonces que la mamá de Arturo busca a alguna mamá del salón de Antonio que pueda ayudarlo para que se ponga al día en las clases. Encuentra a una mamá dispuesta a ayudarla y que además vive muy cerca. Como Antonio aún no puede salir su mamá habla con Arturo para encargarle ir dos veces por semana a la casa del compañero de clase de Antonio a pedirle sus cuadernos de trabajo y ponerse al día. Arturo no estaba muy entusiasmado de hacer esa gestión, pero la debe aceptar, aunque a regañadientes. Al menos la dirección es bastante cerca a su casa, por lo cual solo camina un par de cuadras y llega a un edificio. Toca el timbre del departamento 601 y se abre un portón eléctrico, por lo cual ingresa y sube al ascensor, sexto piso. Cuando llega a la puerta del departamento y toca el timbre hay algo que le parece familiar, pero no llega a deducir por qué. Entonces abren la puerta del departamento y Arturo queda impresionado, como si hubiera visto un fantasma. Del otro lado de la puerta, quien lo recibe tiene la misma expresión. Era Vanessa, la niña de la marinera. En ese momento Arturo recordó que estaba en el mismo edificio y departamento donde había sido la fiesta de cumpleaños de Vanessa, el año anterior.

Ambos se quedaron mirando por unos segundos, sin decir ni atinar a nada, hasta que Vanessa reacciona y atina a hacer algo: cerrar la puerta de golpe, dejando a Arturo fuera.  Desconcertado y recuperado por lo que acababa de ocurrir, Arturo  toca nuevamente el timbre.  Tras una breve espera la puerta se abrió nuevamente pero ya no era Vanessa quien estaba del otro lado, sino el compañero de su hermano, quien resultó ser primo de Vanessa. El departamento era de la tía, y Vanessa llegaba allí diariamente del colegio al que asistía, esperando que su mamá la recoja cuando salía del trabajo. Arturo tomó apuntes de la clase y las tareas de su hermano, se despidió y regresó a casa, aturdido y extrañado con haberse encontrado con Vanessa en tan singulares circunstancias.

Luego de ese día Arturo siguió yendo a casa del compañero de Antonio a recoger cuadernos y tomar apuntes de las tareas mientras su hermano seguía convaleciente. A veces veía a Vanessa y a veces no, y las veces que ella estaba o lo saludaba escuetamente o ni siquiera salía a la sala. Cuando su hermano volvió al colegio ya no hubo necesidad de copiar tareas, pero Antonio y su compañero se habían vuelto buenos amigos por lo cual Arturo iba a veces a dejar o recoger a su hermano de casa de su amigo, pero ya no veía a Vanessa. Algunas veces en ese año y el siguiente Vanessa aparecía en el colegio de Arturo recogiendo a su hermano menor, quien -por cosas de la vida- empezó a estudiar también ahí, pero ella sólo se limitaba a quedarse en la puerta y hablar con algunas de sus excompañeras de aula. Al año siguiente Antonio fue cambiado a otro colegio, el hermano de Vanessa también fue cambiado de colegio, y con ello la posibilidad de que Arturo y Vanessa coincidan en un lugar común se desvanecieron, por lo cual esa extraña necesidad por saber de ella y esos ojos infinitos su fueron perdiendo en la memoria de Arturo.

 

III

Pero andábamos para encontrarnos

 

Han pasado algunos años y Arturo es ya un adolescente de dieciséis años, y está cursando el último año de colegio. La juventud le ha sido generosa por lo cual no ha desaprovechado la oportunidad de servirse de ella. Además del colegio comparte su vida entre su casa, la casa de una tía a la que acompaña recurrentemente y lleva ya algunos años colaborando con la parroquia de su barrio de manera permanente. Precisamente ese año le corresponde hacer el sacramento de la confirmación, por lo cual se inscribe en el programa que dura ocho meses (de abril a diciembre) y se dicta en los salones de la parroquia todos los domingos de nueve de la mañana hasta el mediodía, que ingresaban todos a escuchar misa hasta la una de la tarde.  Arturo se inscribe no solo por su cercanía a la parroquia sino también porque es la oportunidad de conocer chicas. Para no sentirse solo en esa empresa Arturo convence a dos de sus amigos del colegio para que se inscriban con él, y es así como una mañana de fines de abril Arturo llega al primer domingo del programa con sus amigos e inmediatamente empieza a presentarse y hacer conversación con quienes van llegando al convento.

De todo el gentío congregado en aquella primera reunión, una chica llamó la atención de Arturo. Se acercó, se presentó y empezaron a conversar. Era una chica muy desenvuelta y en la conversación ella le cuenta, entre otras cosas, que estudia en un colegio particular y que le había gustado tanto el ambiente que iba a convencer a sus amigas del colegio para que también vinieran a hacer la confirmación con ella. Arturo, interesado por las amigas que podría traer alentó su propuesta con esmero y ella promete traerlas el domingo siguiente. Cuando llegó el siguiente domingo, y tal como lo prometió su nueva mejor amiga, llegó a la parroquia con las chicas que pudo convencer para que se inscriban. Arturo y sus amigos se acercan presurosos a saludarlas y presentarse y es entonces, cuando va a saludar y presentarse con una de ellas, que queda pasmado al igual que la chica que se disponía a saludar. Arturo tiene frente a él a Vanessa, la chica del cuarto grado, de la marinera, de los ojos infinitos. 

Resultó que Vanessa era una de esas compañeras de aula de las cuales hablaba su nueva amiga y que logró convencer para traerla a hacer el programa de confirmación en la misma parroquia que Arturo, sin saber que ambos se conocían.

Arturo no podía creerlo. Seguía siendo ella, la misma niña de la que andaba enamorado, pero ya era una mujer, y una mujer guapísima con la que se vuelve a encontrar -otra vez- por una extraña casualidad. Si bien para Arturo fue emocionante verla de nuevo, ese reencuentro no pasó de las risas y la sorpresa por la casualidad del reencuentro. Pero, a diferencia del pasado, Arturo y Vanessa eran mucho más desenvueltos por lo cual no tuvieron problema en conversar aprovechando que se conocían, y empezaron a acompañarse juntos de vuelta a casa después de misa. Llegaban al edificio de la tía de Vanessa y se sentaban a conversar en las mismas escaleras que Arturo usaba años antes para subir a verla con la excusa de copiar tareas para su hermano, y en algún momento empezaron a coincidir también en días de semana y lugares comunes, y en sus conversaciones intentaban reconocerse en esos niños que alguna vez habían compartido espacio juntos sin hablarse, pero que ahora se habían convertido en dos jóvenes que, tal vez, buscaban recuperar el tiempo perdido, y casi sin proponérselo empezaron a construir una linda relación.

Llegó noviembre y faltaban un par de semanas para acabar el programa de confirmación. Arturo para ese momento se había enamorado de la chica de la marinera y decidió que esta vez no dejaría pasar la oportunidad de decírselo, aunque se jugara la posibilidad de que no fuera recíproco. Fue casi a finales de ese mes, cuando Arturo invitó a caminar a Vanessa, y a mitad del paseo detuvo su andar: se plantó frente a ella y le declaró su amor, le dijo que la quería, se acercó a ella y al no sentir rechazo, la besó. Ella lo abrazó, le dijo que sentía lo mismo, y el mundo como lo conocía Arturo se llenó de colores, como aquella vez que la vio bailar en aquel pequeño patio del colegio donde la conoció por primera vez. Acarició con ternura su mejilla, le pidió que fuese su enamorada, y ella aceptó, encantada.  Arturo no podía ser más feliz, pues pensó que el destino había puesto en su camino tantas veces a esa niña de la cual se había enamorado que estaba seguro aquello era una señal de que su relación estaba destinada a ser para siempre, como siempre solemos creer a esa edad. Sin embargo, y a los pocos días de haber iniciado su relación, empezaron los problemas.

 

Una relación de adolescentes dependientes de sus padres a mediados de los noventa no era precisamente una empresa fácil, y el caso de Vanessa y Arturo no fue la excepción. Entre ausencias, silencios, reproches y probablemente la primera relación amorosa de ambos las cosas no funcionaron como ellos esperaban. No podían coincidir para verse, la excusa de la confirmación acabó y no le daban permiso a Vanessa para salir, se veían casi a hurtadillas porque Vanessa no les había dicho a sus papás que estaba saliendo con alguien, y en una época difícil donde la comunicación era muy limitada, ellos la hacían más difícil aún. Era evidente que Arturo tenía más disponibilidad que Vanessa, pero los problemas alrededor de ellos hicieron que todo se decantara muy rápido. Arturo veía con desilusión como se derrumbaba su relación con una rapidez que no le permitió reaccionar a tiempo, y terminó por desilusionarse más cuando Vanessa aceptó terminar la relación sin hacer el más mínimo esfuerzo por tratar de salvarla, y a poco menos de dos meses de haberla iniciado. Después de tantos años y de tantas coincidencias juntos, todo terminaba rápidamente y de manera accidentada, lo que alimentó la desilusión de Arturo y un rencor que lo acompañaría por algún tiempo. Lo curioso de todo este episodio, es que Vanessa nunca quiso terminar, pero tampoco quería mostrar su vulnerabilidad y prefirió proteger sus sentimientos y ocultarlos aún a pesar de quererlo.

 

IV

Una ilusión muy grande

 

Luego de haber terminado con Vanessa, Arturo no pudo evitar seguir viéndola de manera recurrente, pues ambos acudían al programa de jóvenes de la parroquia donde hicieron su confirmación, por lo cual ambos compartían amistades y espacios comunes los fines de semana. Si bien ambos trataban de mantener una relación cordial y un espacio prudente, de una manera o de otra siempre terminaban enfrascados en alguna discusión tonta o algún debate intrascendente. Ambos habían continuado con su vida, Arturo ya estaba saliendo con otra persona y al parecer Vanessa también, habían empezado estudios superiores, empezaron a trabajar y conocer más personas, y aún a pesar de eso seguían empeñados en hacer notar sus diferencias, en pelear y disculparse, y así fue pasando el tiempo y cada uno se fue distrayendo en su día a día con las cartas que la vida les había previsto para jugarla.

Pasados un par de años, Arturo tomó una decisión trascendental en su vida para ese momento. Siempre había sido muy cercano a la Iglesia de su barrio y tenía una fuerte amistad con los sacerdotes que allí vivían. Con el tiempo empezó a llamarle la atención la vida religiosa y pidió ingresar como postulante para ser sacerdote. Con la sorpresa de amigos y familiares, Arturo inició los preparativos para entrar al seminario en febrero del siguiente año, decidido a probar si esa era su vocación.

Cuando Vanessa se enteró lo que Arturo había decidido, quedó absolutamente sorprendida. Probablemente Arturo cambiaria su vida para siempre, y ella sintió que lo perdería. Aún estaba enamorada de él, pero no se lo dijo porque estaba aterrada de que él la rechazara después de haber terminado como terminaron años antes. Sabiendo que probablemente lo perdería para siempre, quiso verlo a solas por última vez. No sabía exactamente que quería hacer, sólo sabía que necesitaba verlo, y lo llamó. Arturo recibió la llamada con cierto escepticismo y entusiasmo, y conversaron largo rato. Antes de colgar Vanessa le pidió verlo como despedida, y Arturo accedió.

Fue una mañana cálida de febrero. No había mucho sol a pesar de la temporada, y en una vieja avenida flanqueada por frondosos árboles de flores anaranjadas cayendo sobre la calzada, dos chicos manejaban bicicleta distraídos en una amena conversación, mientras avanzaban por la vieja ciclovía hasta el final del camino. Llegaron entonces al malecón que tenía un precioso parque con vista al mar, dejaron las bicicletas y se sentaron en el pasto a continuar una conversación que parecía ninguna quería que terminara. De pronto el mundo se detenía nuevamente frente a ellos, como antes. Y como antes, el problema seguía siendo el mismo: todo era tan claro y ellos eran tan torpes, que aún podían mirarse y ver amor en sus ojos sin hacer nada al respecto. Vanessa lo amaba y la idea de perder a Arturo la desgarraba. En un momento de la conversación, de pronto, Vanessa se quebró:

-Te vas a ir, Arturo, y te voy a extrañar mucho-

- Yo también te voy a extrañar, Vanessa, aunque no sé exactamente que pensar en este mismo momento-

Arturo se quebró. Ambos derramaron unas lágrimas y se dieron un abrazo sentido, emocionado. De pronto, un sentimiento conocido, cercano, invadió a Arturo. Miró a Vanessa a los ojos con ternura, y se besaron. Se dieron un beso tan lleno de cariño que Arturo luego de ello y de dejarla en su casa aquella tarde quedo devastado. Vanessa aún lo amaba, él aún la amaba, pero sólo al final tuvieron el valor de enfrentarlo y la cobardía de no haber hecho nada. Y es que aún a pesar de lo sucedido aquel día, Arturo Estaba convencido de que debía intentar la vida religiosa. Un par de días antes de ingresar al seminario un amigo en común le hizo llegar a Arturo una carta donde Vanessa le decía que no podía creer que se fuera, que iba a ser muy difícil no tenerlo cerca, que lo iba a extrañar mucho, pero y sobre todo dejó escrito en ese papel dos palabras que nunca le quiso decir a Arturo cuando estuvieron juntos:

-"te amo"-

Arturo, a pesar del golpe, y creyendo que todo este revoltijo de sentimientos que de pronto lo habían inundado eran por la coyuntura y las cosas que se habían dicho ambos, sólo atinó a guardar aquella carta en un viejo cuaderno que se llevó al seminario, y cada tanto que se sentía solo o triste lo sacaba para leerlo, mientras se preguntaba si esto que sentía se iría con los días y las semanas, lo cual no ocurrió.

 

V

Un tiempo muy corto

 

Arturo llevaba unos meses en el seminario, lejos de casa, de sus amigos y de Vanessa. Con los meses fue viendo cosas y comprobando otras que le inclinaron a pensar seriamente que ésta no era su vocación, y a mediados de año ya tenía una duda razonable respecto a qué hacía allí. Durante esos meses y los siguientes había recibido algunas cartas de Vanessa, en un tono absolutamente amical donde le contaba algunas cosas que le pasaban en su día a día. Arturo le respondía esas cartas a través de un amigo seminarista que vivía con él y que por casualidad la veía los fines de semana en la parroquia donde Vanessa seguía asistiendo. Si bien en dichas comunicaciones nunca mencionaron su último encuentro ni la carta de Vanessa ni lo que sentían en ese momento, escribirse era una forma de saberse cerca de alguna manera.

Todos los años en el mes de noviembre la parroquia de Arturo lleva a cabo una actividad para recaudar fondos y financiar sus obras, y ese año no fue la excepción. Arturo no estaba muy animado de ir, pero sus amigos lo animan a asistir y no perderse el evento, ya que es una oportunidad para encontrarse después de mucho tiempo. Llegado el día Arturo va al evento y se reencuentra con muchos de sus amigos, y aunque lo niegue, busca a Vanessa entre los asistentes, pero no la encuentra. Ensayando un falso desinterés, pregunta por ella a uno de sus amigos quien le comenta que Vanessa no está en el público porque, dentro de los números artísticos programados para el evento, Vanessa iba a bailar marinera.

Ese extraño e impertinente sentimiento que se mantenía prendido del corazón de Arturo lo sacudió. Escuchar que bailaría lo llevó a esa mañana de mayo de hace tantos años en su colegio, a la puerta de la casa de su primo cuando iba a copiar tareas para su hermano, al domingo que esperaba a las amigas de una desconocida en el programa de confirmación. Una serie de sentimientos encontrados lo envolvieron en ese momento y sólo esperaba que salga para verla bailar y enamorarse de nuevo como antes, como siempre. Y cuando finalmente salió, el mundo nuevamente frenó de golpe. Estaba hermosa, y mientras la veía bailar recordó todas aquellas cosas por las cuales había amado -y amaba- a esa mujer, aunque no las entendiera o no las quisiera entender del todo, y volvió mágicamente a todas esas veces donde fue realmente feliz.

Cuando el baile terminó, Arturo se apartó de su grupo y se dirigió detrás del escenario para buscar a Vanessa. La ubicó en uno de los ambientes, y cuando entró y la llamó por su nombre, ella volteó a mirarlo. Solo necesitaron cruzar las miradas, y una sonrisa tierna, cómplice, contenida por el tiempo que se ausentaron de verse iluminó el espacio donde estaban. Ambos corrieron a abrazarse con fuerza, como si de ello dependiera sus vidas. Trataron de conversar rápido para ponerse al día el uno del otro y con un acierto que Arturo agradece hasta el día de hoy se lograron una foto para perennizar ese momento, una foto que Arturo guarda con inmenso cariño hasta hoy. Luego de despedirse con otro gran abrazo Arturo tuvo la certeza de que su camino no estaba sino donde estuviera ella y ese diciembre dejó el seminario.

 

VI

Un sentimiento muy frágil

 

Arturo recibió un nuevo milenio en compañía de sus amigos, y con Vanessa. Se encontraron en casa de un amigo para recibir el año nuevo, y conversaron toda la noche, sin tocar ningún tema en particular, pero felices de reencontrarse nuevamente. En aquella celebración junto a sus amigos organizaron un viaje fuera de la ciudad para la siguiente semana, a la cual se apuntaron Arturo y Vanessa. Ni bien llegaron a su destino, Arturo le pidió a Vanessa un momento a solas, y entonces aprovechó para decirle las cosas que necesitaban decirle. Trató de ser lo más sincero posible con ella y le dijo cuánto la quería, cuánto sentía el tiempo que había pasado y cuánto la había extrañado. Ella lo miró con cariño, con esos ojos infinitos, lo abrazó con inmensa ternura, cogió su rostro con sus manos y sólo le hizo una simple pero emotiva pregunta:

- ¿por qué te fuiste? -

 Arturo no supo qué decir ante el cuestionamiento de Vanessa, pero tampoco importaba pues ella no esperaba una respuesta. Rodeó con sus manos su rostro y le dio un tierno beso, correspondido con entusiasmo por Arturo, quien luego se fundió con ella en un interminable abrazo que no quería que termine nunca. Arturo le pidió que fuera nuevamente su enamorada, y ella aceptó, encantada. Ese fin de semana lo pasaron juntos, poniéndose al día el uno del otro y correspondiendo con amor todo el tiempo que se habían alejado por no ser honestos consigo mismos. Luego de ello volvieron a la ciudad, con la ilusión intacta por lo que esperaban de este nuevo capítulo en sus vidas. Reiniciaban así una relación que esperó tres años para retomarse, y en esta oportunidad la realidad de cada uno era diferente a cuando se habían dejado.

Ambos le metieron mucho cariño a esta segunda etapa de sus vidas juntos; sin embargo, con el tiempo era evidente que algunas cosas no habían cambiado: Arturo era impulsivo, expresivo e inmediatista. Vanessa en cambio era más reflexiva, introvertida y extremadamente cauta. Sin embargo, a pesar que mantenían las diferencias que alguna vez los alejaron, Arturo trataba de llenarla de detalles y cariño tratando de hacerla feliz, y todo cuando compartían juntos de una manera o de otra hacía que la relación funcione. Vivieron su relación esperando que fuera para siempre, pero ello… no ocurrió.

A medida que fue pasando el tiempo se hicieron evidentes algunas diferencias que con el tiempo se hicieron cada vez más profundas. Mientras Vanessa opacaba los buenos momentos con sus propias barreras y miedos, Arturo comenzó a cansarse de luchar por un amor que no parecía correspondido -al menos para él- lo que originó que con el tiempo fuera cada vez menos empático con ella. La situación empeoró cuando al año y medio Arturo consiguió un trabajo en una empresa enorme, donde un mundo al cual no había accedido antes se abrió ante él, con sus beneficios y sus vicios. Con el tiempo Arturo se dejó deslumbrar por cosas y personas que le ofrecían un mundo diferente y satisfacciones más inmediatistas que aquellas que tenía con sus amigos y con la propia Vanessa, y en algún momento de esa exploración se dejó perder. Dos años y medio después de haberse dado una segunda oportunidad, Arturo terminó con Vanessa de manera accidentada y poco valiente, justamente cuando Vanessa más lo necesitaba y se preocupaba por él.

Luego de terminar, Arturo y Vanessa se dejaron de ver por mucho tiempo. A pesar que tenían amigos en común, no se veían pues Arturo dejó de frecuentarlos por algún tiempo y ella también. Arturo al poco tiempo inició una nueva relación, al igual que Vanessa. Años después empezarían a hablarse nuevamente mediante redes sociales de manera muy impersonal, hasta que poco a poco decidieron levantar sus banderas blancas y ser amigos nuevamente. Aunque en el fondo sabían que las cosas no podrían volver a ser iguales, escucharse o coincidir en alguna reunión fue muchas veces un antídoto al mal humor, un descanso del mundo, un momento ideal. En su nueva relación Arturo tampoco llegó a superar los tres años de relación, en esta ocasión lo dejaron a él y en el fondo sintió que era justo y que el destino le había traído el vuelto por lo mal que había terminado años antes con Vanessa. Con el tiempo intentó en nuevas relaciones encontrar cierta estabilidad en su vida sin mayor éxito, y cada tanto se preguntaba qué hubiera sido de su relación con Vanessa si no hubiera sido tan imbécil de haberla dejado por las razones incorrectas. Sin embargo, y sea el destino o sea casualidad, cada que Arturo estaba sin pareja, Vanessa estaba con alguien.

 

Parte VII

Una amistad muy larga

 

Arturo nunca tuvo el valor de arriesgarse por Vanessa, ni ella por él. Ambos siguieron con sus vidas, y aunque se llamaban y escribían con cierta frecuencia o salían a tomarse un café, Arturo fue asumiendo con el tiempo que retomar el hilo de una vida ya vivida no tenía sentido, menos aún si sólo él estaba interesado en vivirla. Por su parte, Vanessa nunca estuvo lista para decirle a Arturo lo que aún sentía a pesar que se moría por hacerlo, y ocasionó que Arturo pensara firmemente que ella no estaba ni estaría enamorada de él nuevamente. Arturo descubrió con el tiempo que ambos siempre estuvieron enamorados, y aunque tuvieron la oportunidad de decirle el uno al otro lo que realmente sentían, ninguno hizo nada más allá de algunos intentos fallidos por evidenciarse ante el otro, sin éxito. Casi nunca cuando conversaban volvieron a referirse al tiempo que estuvieron juntos, sobre todo Vanessa que limitaba su experiencia con Arturo recordándole la amistad que tenían antes, sin mencionar que fueron mucho más que eso y que, probablemente, eso era exactamente lo que los había mantenido unidos todo ese tiempo.

Arturo entendió también su propia cobardía, la que nunca dejó que mandara al diablo a todos los que le decían qué hacer, cómo hacerlo y con quien. La cobardía de las palabras a medias, de las deslealtades, de haberle fallado tantas veces, de no haber sabido sostener con acciones sus palabras, la de no enfrentar sus propios demonios por ella, la de su propia y maldita inmadurez. En una de las últimas veces que estuvieron juntos y conversando en la banca de un parque, Arturo hizo llorar a Vanessa cuando ésta le arranco a punta de honestidad la razón por la que él había terminado la relación, diez años antes: se había enamorado de otra mujer. Mientras lloraba, Arturo quiso decirle que aún la amaba, que no pasaba nunca demasiado tiempo sin que la recordara de una manera o de otra, que si le daba la oportunidad no le ofrecía retomar una vieja relación, sino hacer una nueva desde los cimientos, creando nuevos recuerdos, reconociéndose de nuevo, enamorándose el uno del otro, otra vez. Pero no lo hizo. Se fue, la dejó llorando en la banca de ese parque mientras él se iba, llorando también, convencido que esta vez, finalmente, la había perdido para siempre, y que se lo merecía ampliamente por haberle fallado. Se convenció entonces que su vida debía continuar sin ella, aunque en ello, se le fuera la vida.

 

Parte VIII

Colofón

 

Años después, Arturo se casó, pero con otra persona. Vanessa haría lo propio tiempo después. Ninguno invitó al otro al evento, obviamente. Finalmente, cada uno logró tejer la historia de su vida con los hilos que tuvo a mano para hacerlo y encontró su lugar en el mundo usando las herramientas que la vida les proveyó a cada cual, aunque no fuera estando juntos. De todas las cosas de su vida pasada que Arturo tuvo que deshacerse o dejar ir, aún conserva dentro de un pequeño libro la foto que se tomó con Vanessa cuando él aún era seminarista y se encontró con ella cuando bailó marinera. Aún mira esa foto y la ve preciosa, extraordinaria, como si aquel vestido le proveyera de una armadura que el tiempo no puede quitar. Y aún ahora, después de tantos años y tantas cosas que han pasado en su vida, cuando escucha o ve a una pareja bailando marinera se detiene, suspira largamente y sonríe; recuerda en esa música, en ese baile, a la niña de la marinera bailando en ese pequeño colegio nacional a los nueve años, y se recuerda a sí mismo peleando contra todos por llegar a la primera fila de la formación para verla, arrodillado para que no lo noten y conmovido por aquella niña que le robó el corazón de solo verla una vez. Y entonces rememora todo aquello que vivieron y que hizo de su historia una historia digna de contar, una historia en la cual, para Arturo, Vanessa siempre será, en su corazón, su novia de siempre.

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Escrito por Rodolfo Morgenstern

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