Publicado en 30 Enero 2011

María Ventocilla Cámara fue, junto con su hermana Carmen, una de las últimas grandes vecinas que tuvo mi calle, un pequeño pasaje ubicado en el centro de Lima, en los extremos del casco antiguo de la ciudad. Y no era una gran vecina solo por ser una de las mas antiguas, sino por su extraordinario don de gente. Maruja –como le decíamos todos- no se casó ni tuvo hijos y tal vez no los tuvo porque probablemente pensó que sería egoísta dedicarle su vida solo a unos pocos cuando podía ofrecerla a enseñar e instruir a muchísimos más en su profesión.

Yo la conozco desde siempre. Tenaz educadora, doctora en educación, Maestra Cum-Laude, con Palmas Magisteriales y grandes reconocimientos en su fructífera vida académica, tanto ella como su hermana Carmen, con quien vivió toda su vida y que falleció en el año 2010, y a quien siempre recuerdo con el mismo cariño y admiración. Ambas vivían en una de  las casas más bonita de mi cuadra, la casa verde con jardín en la entrada, y un frondoso árbol de buganvilla que lanzaba flores moradas hacia la calle, brindando frescura y sombra a quien pasara por allí.  Era una casa con  ese aire Victoriano de las casas de antaño, de una Lima señorial que alguna vez fue y que definitivamente no volverá a ser. Fue justamente en aquella casa donde decidieron abrir hace muchos años un colegio inicial llamado Santa Anita, por el cual pasaron la mayoría de chicos de mi barrio en algún momento, incluidos mis hermanos y yo. Aún recuerdo con cariño el uniforme de cuadritos verdes y blancos, a las hermanas Ventocilla recibiéndonos en la puerta y saludando a cada uno por su nombre, y cuando entraba al salón a saludar nos hacía cantar “Jesusito de mi vida, eres niño como yo...”

En el barrio muchos les decían “madrinas” a las hermanas Ventocilla, y no necesariamente porque lo fueran, sino como una forma de cariño y respeto. Eran además fervientes devotas de su fe e infaltables asistentes al rezo del rosario y la misa matinal en la Iglesia de La Recoleta. Miembros fundadores de la Asociación de Los Sagrados Corazones, eran una autoridad en materia de fe, tanto así que hasta los sacerdotes acudían a ellas en algún momento para despejar alguna duda. Lo mas honesto de ellas es que no solamente practicaban su fe en la teoría, sino también en la práctica, apoyando no sólo espiritualmente sino muchas veces hasta económicamente a personas con alguna necesidad, a las cuales les advertían con un celo e indicación estricta que no comentaran ello a nadie, aunque muchas veces no pudieron evitar que suceda, pues la caridad y el amor desinteresado son virtudes que no pasan desapercibidas.

Los años, tristemente, pasan inexorablemente. Las hermanas Ventocilla veían como pasaban los años e iban envejeciendo, y también veían como cambiaba el entorno en el que vivieron por tanto tiempo: los vecinos, las costumbres, la educación que alguna vez impartieron. Fueron testigos de la transformación de una Lima que habían conocido tan linda y sosegada y que ahora se había vuelto tan gris, tan desordenada, tan extraña. Pero aún así, ellas estaban orgullosas de todo cuanto podían y aún en los momentos difíciles nunca perdieron el entusiasmo por la vida.

Las hermanas Ventocilla fueron inseparables todos los años que Dios les regaló juntas hasta que su querido Jesús mando llamar por su hermana Carmen en el año 2010. Maruja se encontró de pronto sola, con noventa años encima y una casa donde antes se respiraba de a dos y ahora solo era un lugar lleno de recuerdos. Un año después de la partida de Carmencita decidió que era tiempo de cambiar, de replegarse y descansar en paz y tranquilidad hasta que Dios la llame, y decidió vender aquella casa grande e irse a pasar sus últimos años de vida a una casa de reposo. No fue una decisión fácil pero sabía que era lo mejor. Cuando hizo pública su decisión todos en el barrio nos sentimos profundamente apenados, pues su presencia era parte de la identidad del pasaje, y no podíamos creer que dejaríamos de ver su andar pausado, de oír su voz cálida y  de conmovernos con su mirada sincera, llena de ese amor que sólo pueden irradiar aquellos que se sienten en paz consigo mismos.

A modo de despedida, le organizaron una misa de despedida. Aquel día la iglesia estuvo llena, con mucha gente que la estimaba y quería y que estaban ahí para presentarle sus respetos. Al final de una sentida ceremonia, la señorita Maruja pidió el micrófono para dar unas palabras. Agradeció a Dios por su vida, por las personas que había conocido en el camino y por las cuales se sentía tan querida. Luego citó al gran Miguel Ángel, quien decía que a veces las cosas más bellas no son las más complejas, sino las más sencillas. Con ello explicaba lo orgullosa y feliz que estaba del lugar donde vivió, recordando que esta es la ciudad de los reyes, cuna de grandes santos,  que en toda ella refulge y se respira fe si sabemos dónde mirar, y que es esa fe la que no debemos perder nunca, no solo en el plano religioso y espiritual, sino también la fe en uno mismo.

Al finalizar su discurso, el viejo templo de La Recoleta estalló en un gran y sonoro aplauso, mientras ella enjugaba algunas lágrimas, emocionada por el marco de gente que se había congregado para su despedida, en aquella iglesia que la vio llegar tantas veces durante tantos años y que ahora la despedía con un sentido hasta luego, un "hasta luego" de corazón que sólo se sabe dar a las personas que son realmente extraordinarias, como lo fue ella.

Yo solo sé que la voy a echar de menos Srta. Ventocilla. Vaya usted con Dios y que la acompañe siempre, porque se lo merece, pues hace falta más personas como usted en este mundo para  que éste sea un mejor lugar para vivir.

Hasta siempre, Srta. Maruja.

 

Epílogo:

En el mes de marzo del año 2017, María Ventocilla Cámara, la Srta. Maruja como la conocíamos todos, partió de este plano terrenal, al encuentro de su hermana. Murió en paz, y en el amor de su familia, colegas, alumnos y amistades que la recordaremos siempre. 

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Escrito por Rodolfo M Rodriguez

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